lunes, 4 de octubre de 2010

Daphne:

Cuando conseguí abrir los ojos, un escalofrío recorrió mi cuerpo de arriba abajo. El reloj marcaba las ocho y media.

Me quité las mantas de encima y abrí la ventana procurando no hacer ruido. El dolor de cabeza con el que me había acostado todavía luchaba por hacerme la mañana imposible.

La luz del sol ya iluminaba la estancia, lanzando destellos de luz al espejo del armario y a los CD’s de música apilados sobre el escritorio, que había reunido durante el último mes del verano.

Llené los pulmones del aire fresco de la mañana y salí de mi cuarto esquivando la ropa y los libros tirados por el suelo.

“Lunes” pensé. Y no pude reprimir un suspiro.

Mis articulaciones comenzaron a estallar a medida que descendía las escaleras hacia el piso de abajo.

Tuve que pararme a respirar hondo para evitar desplomarme. El cansancio nunca había sido superior a mis fuerzas, pero en las últimas semanas hasta el ejercicio mínimo de los entrenamientos para la competición, se me hacía insoportable.

Había abusado de mis habilidades como atleta y ahora no tardarían en descalificarme del campeonato escolar que se celebraba cada cinco años. Si tu generación era la elegida, el año en el que entrabas en el instituto escogían a los mejores atletas, que se entrenaban duro para la gran competición que llenaría el centro de prestigio, premios y mejoras educativas.

No tendría otra oportunidad para intentarlo.

Cinco años de entrenamiento eran demasiados para permitir que me descalificasen. Nadie se interpondría en mi camino.

-¡Daphne!

-Ya estoy despierta, mamá- murmuré al llegar al umbral de la puerta de la cocina.

-¿Ya?- preguntó irónica- ¿Has visto que hora es?

Llevaba puesto un traje negro y entallado, bajo el que destacaba una blusa grisácea. Su cabello dorado estaba recogido en un moño y bajo sus ojos azules, que yo había heredado, se distinguían dos leves manchas de color violáceo.

No había conseguido dormir.

-Si no te das prisa vas a llegar tarde.

Bufé para restarle importancia.

Odiaba los lunes; no por el hecho de comenzar la semana con una sesión interminable de clases aburridas en el instituto, sino porqué el domingo era el día de la semana en el que más entrenaba.

En mi idioma, “Lunes” significaba cansancio.

Los murmullos de mi madre se extinguieron poco después, cuando el timbre de la puerta la hizo reaccionar. Su compañera de gabinete venía a recogerla.

Observé el reloj con desprecio, todavía estaba a tiempo.

Me armé de todo el valor posible y me dispuse a vestirme, imaginando que no sería la única en aquella situación…

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